Buscando las caricias que no pudimos darnos, intentamos alargar nuestros besos, ansiosos por recuperar un pasado aún presente, en el claroscuro de una noche convidada de la luna más brillante y nostálgica que jamás hubiera visto.
Rozar tu cara, abrigarla con las palmas abiertas, quimera del sueño reprimido que invoca el instante primigenio, ese donde nuestras miradas se cruzaron serenas, hasta vernos más de cerca y observarnos rodeados de un aura inusitada.
Donde el mundo y sus contradicciones dejaron de existir entre nosotros, viviendo del aliento, respiración entrecortada, sobreviviendo al estrechar tus caderas, debatiéndome ante el sólo hecho de ser tuyo, en el entendido de pertenecerte en todos mis dominios, en mis desbandadas y con todas mis fugaces reticencias.
Absorber tu calor fue una forma más de inmiscuirme en los pormenores de tu feliz polifonía, aquella que, sin más alegatos, fue capaz de cerrarme la boca para luego abrirla entregándome a placeres ya casi desconocidos.
Sin poderme mover, te tomo desde las planicies hasta los mismísimos desiertos, hurgando en una maraña de abismos y poluciones, reconociendo las formas exploradas con rezago.
Por la tardanza obligada en la dictadura del tiempo, nos abandonamos en cada abrazo, con el único impedimento de excedernos impunemente en la confusión de nuestras recientes casualidades, mientras deseamos un secreto a voces y rogamos por un minuto liviano que aún contenga la consistencia exacta de lo eterno.
Ahora sólo respiro la esperanza malsana de volver a verte, de que te cruces en mis pasos, reencontrando esa reciprocidad, esa complicidad tantas veces puesta a prueba. Sólo me pregunto si nuestro próximo encuentro volverá a ser tan breve o si alguien te amará como yo algún día.
Luchar contra todo tu encanto, será la única culpa que pueda aceptar por haberme equivocado cuando menos cerca te sentía, pero jamás el haberte orillado a encallar en esa península, en la rutinaria estabilidad de saberte burdamente protegida en otros brazos.
Rozar tu cara, abrigarla con las palmas abiertas, quimera del sueño reprimido que invoca el instante primigenio, ese donde nuestras miradas se cruzaron serenas, hasta vernos más de cerca y observarnos rodeados de un aura inusitada.
Donde el mundo y sus contradicciones dejaron de existir entre nosotros, viviendo del aliento, respiración entrecortada, sobreviviendo al estrechar tus caderas, debatiéndome ante el sólo hecho de ser tuyo, en el entendido de pertenecerte en todos mis dominios, en mis desbandadas y con todas mis fugaces reticencias.
Absorber tu calor fue una forma más de inmiscuirme en los pormenores de tu feliz polifonía, aquella que, sin más alegatos, fue capaz de cerrarme la boca para luego abrirla entregándome a placeres ya casi desconocidos.
Sin poderme mover, te tomo desde las planicies hasta los mismísimos desiertos, hurgando en una maraña de abismos y poluciones, reconociendo las formas exploradas con rezago.
Por la tardanza obligada en la dictadura del tiempo, nos abandonamos en cada abrazo, con el único impedimento de excedernos impunemente en la confusión de nuestras recientes casualidades, mientras deseamos un secreto a voces y rogamos por un minuto liviano que aún contenga la consistencia exacta de lo eterno.
Ahora sólo respiro la esperanza malsana de volver a verte, de que te cruces en mis pasos, reencontrando esa reciprocidad, esa complicidad tantas veces puesta a prueba. Sólo me pregunto si nuestro próximo encuentro volverá a ser tan breve o si alguien te amará como yo algún día.
Luchar contra todo tu encanto, será la única culpa que pueda aceptar por haberme equivocado cuando menos cerca te sentía, pero jamás el haberte orillado a encallar en esa península, en la rutinaria estabilidad de saberte burdamente protegida en otros brazos.
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