20 noviembre, 2008

TRAZOS DE UNA NOVELA INICIAL


UNO.

Octavio toma el encendedor y lo acerca al cigarrillo de Beatriz. En esa llama, también se enciende el deseo deletreado de rozarle la nuca y el final de la espalda que se ciñe al vestido de noche con olanes que trae puesto. Han salido, como era de esperarse, luego de verse por vez primera en condiciones tan precarias.

En ellos, los silencios se han vuelto de alguna forma suspiros disimulados; breves intentos de intercambiar de cerca el aliento de sus extrañas bocas. En ella, la sonrisa le abarca los costados, en una muestra de belleza que conquista a las miradas intranquilas del auditorio, se levanta y pide que comience la música.

En el anfiteatro empieza a escucharse la música del cello, los acordes del contrabajo, y la voz del arpa que llena todo el escenario con el aleteo de mariposas y pica flores haciendo trinos. La clepsidra del tiempo se voltea hacia el pretérito para ubicar los horizontes típicamente coloniales del ambiente social de una época representativa.

A consecuencia de la colonización de América y de la codiciosa sed que excitaba la riqueza de sus vírgenes entrañas, España acrecentó su poderío y los reflejos de su sol inundaron el cambio que se produjo en las ciencias, en las artes y en los espíritus. En un cúmulo de ideales, fermento de anhelos, y en el desborde de ambiciones coronadas en casi todas las tierras recién descubiertas.

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DOS.

La vida citadina comienza a desplegarse en un nuevo día.
El resplandor de la luna ha dejado de cobijar la noche, universo de sombras donde afloran los vagabundos sin hogar tibio, viviendo a contracorriente, tras el velo de resquicios en donde pululan atrincherados.

A las afueras de una cantina se adivinan las formas de aquellos a quienes el día seminublado ha tomado por sorpresa. Perdidos en un laberinto de esquinas adoquinadas, van recibiendo la nívea mañana con el doloroso frío pegado a los huesos.


Caminantes trasnochados que emprendieron la fuga en busca de semejantes placeres, arropados indecorosamente con la piel esplendorosa de alguna mujer.

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TRES.

Beatriz recobra el ánimo para estirar los brazos, para safarse de una vez por todas de la pesadez que embarga su frágil cuerpo.
En su mente trascurren fragmentos repetitivos de anoche en el Anfitrión Simón Bolívar. Sus pensamientos divagan un rato; se entretiene con los contornos metálicos de una lámpara color ámbar que le recuerdan la mirada cáustica de su acompañante al concierto.

Algo le indica, en la momentánea tranquilidad matutina, que las miradas insistentes de Octavio perseguían la suya en algo más que un simple gesto de generosidad complaciente. Antes de reunir las fuerzas necesarias para abandonar las sábanas de su cama, alza la vista y sus ojos se posan ausentes en el techo.

En sus pupilas distraídas se renueva el recuerdo de su esposo, tan diferente a Octavio, tan enérgicamente adusto; tan decididamente absorto por las ocupaciones de su cargo que lo mantienen alejado de ella y de sus febriles exigencias como mujer.

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