11 septiembre, 2007

SER AMANTES


Nunca me había ocurrido esto con mujer alguna. Para mí, era una sensación nueva, pero lo cierto es que estaba metido en un atolladero. Dábamos por hecho el que nuestra relación fuera provisional, sin formalidades y sin formularnos promesas para que éstas no fueran incumplidas más adelante.

Esas eran las reglas del juego que habíamos admitido, pero al amarnos demasiado, una confusa incertidumbre se volvió el centro vital de nuestros desencuentros. Así, surgieron de manera inevitable muchas preguntas incómodas que no pudieron quedarse guardadas.

Un día, a la mitad de una de esas charlas que suceden tras el acto amoroso, nos referimos a él mientras recuperábamos el aliento, y luego de un silencio breve, aquilatamos todo el peso de las palabras que agregaríamos. Tienes razón tal vez; no deberíamos seguir con esto, es absurdo.

Fue ahí donde el tercero en discordia tomó un papel sobresaliente. Ella comprendió que era una situación injusta y que no podía seguir mintiéndose a sí misma. Yo me había quedado impávido, había sentido un repentino bochorno en las orejas, y me había mordido la lengua sin advertirlo hasta más tarde.

Tensa, a la espera de algo, no sabía exactamente qué, ella se acribillaba en ese instante con la palabra lealtad, entre otras cosas; lealtad a otro hombre y a una moral desarticulada que se presentaba traducida en remordimientos.

En sus ojos veía que hablaba terriblemente en serio, y con una expresión de austeridad sobrecogedora, me hacía saber que no estaba bromeando.

Probablemente él ya había efectuado sobrios avances con anterioridad. Quizá ya le había dejado caer abusivas indirectas, o le había ido dejando veladas alusiones a sus estados alternos de ánimo, a sus respuestas ambiguas y equívocas. Estábamos en un terreno donde las suposiciones tomaban relevancia. Ambos nos miramos como descubriéndonos.

Luego, ella hizo un intento por explicarme todo lo que le debía a él, todo el agradecimiento que debía profesarle por su ayuda y todo el apego que la obligaba a mantenerse a su lado.

Traté de tomarlo con entereza, como si él estuviera presente en nuestra plática, como si de pronto compareciera al principio de mi Apocalipsis personal.

En mí se abría paso un decoroso estupor mientras mi cigarrillo se consumía imprudente, unos segundos antes de levantarnos de la cama para vestirnos en medio de un mutismo interminable. Su pronunciamiento había sido sincero y fatal.

Al salir del hotel, nos cubrimos de la lluvia y en el camino tratamos de suavizar nuestras objeciones, nos despedimos con un pacífico beso y fuimos aplazando esa discusión sin saber el futuro inmediato que se avecinaba.

En el transcurso de los días fuimos barajando soluciones y resoluciones por separado, fuimos tocando con pinzas el tema sin atrevernos a desmenuzar o planificar el futuro, tratando sólo de habituarnos a la idea de amarnos en secreto; dando por hecho asimismo, no hacer demasiadas locuras ni demasiadas sensateces.

Sintiéndome hipnotizado por su cuerpo desnudo, por sus dichosas piernas y su cintura seductora, ella me hacía traspasar las barreras del suspiro descarado.

De repente, los dos íbamos rodando inermes hacia un placer persuasivo como pocos y, sólo entonces, nos entregábamos otra vez al dulce contacto de nuestros sexos azorados por el acoplamiento para descubrir que ser amante consiste muchas veces en callar, en respetar el laconismo del otro, en arropar al otro con nuestro silencio, en entender que eso es lo que se necesita en ese preciso momento, sin que ninguno de los dos lo pida o lo exija.

No era una cuestión de principios, no; eso salía sobrando. Simplemente, habíamos entrevisto que muchas veces un encuentro se constituye mejor con los silencios oportunos, que con las confidencias intempestivas.

No era necesario intercambiar peripecias ni narrarse novelas leídas hace mucho, ni discutir los desamores, sacando conclusiones de experiencias pasadas, ni mucho menos analizarse ideológicamente.

Una espontánea y solidaria complicidad capaz de borrar el desamparo de haber sido expulsados del paraíso, era lo único que demandaba, en rigor, la posibilidad de ser amantes.
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